Un frutal al sol
- Ángela Fdez. de Diego
- 2 mar 2020
- 4 Min. de lectura
Es septiembre en Madrid. Nos lo cuentan los rótulos iniciales de El sol del membrillo. Los mismos por los cuales sabemos que la obra que estamos a punto de disfrutar es una idea original de Antonio López y Víctor Erice, inspirada en la obra pictórica del primero. Es él mismo quien nos conduce hasta el protagonista de la película. En el patio trasero de su luminoso hogar en obras se encuentra el membrillero, bañado por el sol y por la luz de un cielo azul característico.
El ajetreo de la ciudad contrasta con aquel lugar que, en medio de todo, parece mantenerse al margen del mundanal ruido para dar un respiro al creador. Antonio López observa, calcula, imagina... y rápidamente instala un improvisado estudio al aire libre para retratar el membrillero. Tras la colocación decisiva de un péndulo, el árbol parece tomar conciencia de modelo y comienza a recibir las pintadas de hombre que, situado enfrente, investiga texturas y colores, que siente y vive a través del pincel.
"Nunca he hecho un frutal al sol", confesará. "Quiero representar el sol sobre el membrillero", le dice López a su mujer, María Moreno. Comenzamos entonces a tener motivos suficientes para pensar que el desarrollo de la historia correrá a la par que la evolución de la obra del pintor, el crecimiento del membrillo y el recorrido de la luz del sol. Es esto entonces un acompañamiento del proceso creativo desde la barrera, sin intromisiones, sin juicios y sin demasiada edición de por medio. El director, igual que el pintor, observa detenidamente aquello que va a captar en su obra.
Pasan los meses y con ellos las estaciones del año. Mientras tanto, se relevan las conversaciones, opiniones y otras coincidencias con personajes que irán pasando por la casa del pintor para, de una u otra manera, aportar su granito de arena. Así ocurre con el también pintor Enrique Gran, con quien se comparten anécdotas y agradables recuerdos repletos de naturalidad y añoranza. Otro de los acompañantes principales de Antonio López es la radio. Por aquel entonces, en 1990, los informativos hablaban de la guerra árabe israelí y de un incipiente conflicto en el Golfo Pérsico.

A mediados de octubre comienza a llover y los días de trabajo interrumpido se suceden. Cambiará el óleo por el dibujo y continuará marcando los membrillos con pequeñas líneas blancas según cómo avance la luz del sol. Este árbol le gusta mucho, él mismo lo plantó y no es la primera vez que lo pinta. El goce de estar junto a él, dice, es mucho más satisfactorio que el resultado. Podemos entender entonces que no es el cuadro lo que importa, sino la experiencia que nos lleva a comprender el porqué de la obra. Su sentido.
Con el tiempo las ramas se curvan y las frutas se descuelgan. La luz cambia constantemente pero López intenta ir corrigiendo, acompañando al membrillero en su evolución constante. Las condiciones climáticas le obligan a abandonar finalmente la idea del cuadro cuando ya parecía un objetivo obsesivo. El resultado es un árbol que parece un mapa, lleno de señas y marcas que guían hacia la inmortalidad que ofrece el lienzo.
Antes del último mes del año en el que se procederá a la recogida de los membrillos, aún podemos ser testigos de una pintoresca escena en la que el retratista precisa de ayuda para, con una vara, aguantar las hojas y las ramas del membrillero unos centímetros más arriba de donde están en ese momento, a donde han llegado por su propio peso. Parece ser esta una obra de las que acompañan para siempre, creada para nunca ser terminada, sino para dejar testimonio de todo lo que ha vivido.
Con la historia del membrillo guardada en el almacén, continúan las obras en la casa y María Moreno decide retomar una pintura. Su marido duerme. Algo se le cae de las manos. No podemos evitar pensar entonces en Orson Welles y en el principio de Ciudadano Kane, sobre todo tras haber visto el "Rosebud presenta" inicial.
El profundo descanso del pintor es acompañado por un sorprendente sueño final en el que el autor nos introduce un recuerdo onírico en Tomelloso, su localidad natal. Entonces ve unos árboles, distingue unas hojas, reconoce los frutos dorados. Los membrilleros. De vuelta al verdadero descubrimos unos frutos ya podridos en los que el artista sigue proyectando la luz, ahora lo sabemos, no solo hablaba de la luz solar.
Así llega la primavera y de nuevo el árbol recobra la vida, luce nuevos frutos. Una observación detenida nos lleva hasta una imagen nueva, con la que volver a comenzar el recorrido. Esperanza de, quizá, poder representar nuevamente el sol del membrillo.
El sol del membrillo es una obra icónica de Víctor Erice, un documental con mayúsculas en la historia del cine español. Esta descripción de su argumento forma parte de un análisis comparativo realizado en 2019 sobre En contrucción (Guerín, 2001), El cielo gira (Álvarez, 2004) y el propio El sol del membrillo (Erice, 1998). Sin desmerecer a los demás, que sirva este texto de homenaje a esta mágica y tan especial obra.
A la memoria de María Moreno.

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