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Presos del tiempo

  • Foto del escritor: Ángela Fdez. de Diego
    Ángela Fdez. de Diego
  • 6 mar 2021
  • 5 Min. de lectura

Albert Camus en los tiempos del coronavirus. Así se titulaba un artículo de Rafael Narbona publicado en marzo de 2020 en El Cultural, en el que hablaba de La peste, la novela atemporal publicada en 1947 que hace un año, igual que ahora, resultó premonitoria de estos tiempos extraños que estamos viviendo. "Su novela trasciende su marco temporal y geográfico adquiriendo el rango de metáfora universal", decía, describiendo a una sociedad insolidaria, inmadura, egoísta e irracional afectada por la peor clase de pandemia, la moral.


Siempre es recomendable leer a Camus y reflexionar. Esta es una de esas intensas lecturas a las que hay que volver. A las que uno siempre vuelve. Son un refugio en el que buscar soluciones, porque demuestran que todo lo que está pasando ya estaba prescrito. En La peste casi nadie repara en las existencias ajenas, sus habitantes extravían pronto el sentido de la comunidad y el lector termina perdido en las referencias a ciertos personajes que se convierten en una amalgama de sentimientos encontrados, atrapados en un ambiente de tedio infinito del que no se vislumbra el final. En la relectura está implícita la búsqueda de recursos con los que afrontar ese contagioso aislamiento en el que se percibe el espesor del tiempo en su lentitud. No hay otra opción más que acostumbrarse al compás impuesto por la peste.


La peste se convierte en el único asunto, acompañada de un largo exilio especialmente sufrido por quienes no estaban preparados para la separación. La separación de otros o la separación de una vida rutinaria que nos aporta, sin saberlo, la necesaria seguridad para seguir adelante. La soledad se vuelve insoportable al mismo ritmo que crece la necesidad del contacto físico, el alivio del sentimiento. La enfermedad recuerda la fragilidad de la existencia. La vida, que en relación con la muerte siempre sale perdiendo, se convierte en ilógica y absurda, incomprensible en su magnitud, sin perspectivas razonables a la vista. Camus ya pone de manifiesto que el conocimiento del hombre es deficiente y que todos los avances, especialmente necesarios en estas épocas, solo pueden nacer de la admisión de la profunda ignorancia que invade a nuestra especie.


"Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas.[...] Cuando estalla una guerra, las gentes dicen: "Esto no puede durar, es demasiado estúpido". Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo."

Frente a la pérdida de valores y de sentimientos individuales que conlleva afrontar una larga epidemia, el autor aporta esperanza asegurando que, pese a todo, "hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio". El vacío que nos inunda de un constante sentimiento de exilio y confinamiento nos empuja a desear que todo cambie, sin saber si el cambio es mejor hacia un idealizado pasado o hacia un incierto futuro. El silencio y el hastío terminan por hacernos presos del tiempo que vivimos para admitir al fin, nuestra condición de prisioneros. Los miedos nos invaden cuando la libertad está en juego. Y verdaderamente lo está cuando el agotamiento y la amargura caen en un abismo en el que se pierde el norte y se instaura la mirada cabizbaja y resignada en un mundo malhumorado e irritado que sigue anteponiendo las preocupaciones personales a la muerte general.


Las suposiciones sobre la duración del aislamiento nos acostumbran a la realidad y al silencio, a la espera interminable rodeada de constantes recrudecimientos de la epidemia. Emprendemos colectivamente un excesivo culto y admiración hacia el bien, exagerando el papel de quienes solo hacen su trabajo, generando la sensación de una maldad y de una indiferencia mucho más frecuentes que muchas virtudes. Sin recordar que la bondad está más extendida que su contraria.


El individualismo tan criticado crece y se alimenta en ciudades desiertas como la de Orán, protagonista de La peste. Los ciudadanos enloquecidos por la cuarentena, el duelo y la desgracia, cumplen las recomendaciones de las autoridades, no por miedo a un castigo o a una pena de prisión, sino por miedo a una pena de muerte implantada por la enfermedad. Ante el sufrimiento es vital la actitud que se toma, y el desastre comienza cuando la indiferencia se abre paso, porque "el hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma". Se generalizan las acciones insensatas, se extienden los ecos de una revolución sin sentido, una especie de rebeldía que provoca incluso escenas de violencia que terminan siendo imitadas sin razón.


Los sentimientos monótonos se tornan en resignación y la realidad insoportable no permite asimilar un cansancio, una locura que nos supera, un nudo que nos aprisiona. La humanidad entera comienza a valorar la importancia de la salud y a soñar con historias de los tiempos en las que había. Aparecen los relatos que apuntan similitudes con las grandes pestes de la historia y las frases que ahora encontramos en esta obra y que pudieron haberse escrito hace unos meses.


"Cada vez que uno de ellos hablaba, la máscara de gasa se hinchaba en el sitio de la boca. Esto hacía que la conversación resultase un poco irreal, como un diálogo entre estatuas"

Uno de los personajes de esta novela, Tarrou, deja anotado en sus apuntes "que había siempre una hora en el día en la que el hombre es cobarde y que él solo tenía miedo a esa hora". En el momento en el que encuentra las fuerzas para hablar con su amigo el doctor Rieux, pronuncia un desconsolado discurso aquí reconstruido y muy revelador: "Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y pegarle la infección. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la integridad, la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una voluntad que no debe detenerse nunca. El hombre íntegro, el que no infecta a casi nadie es el que tiene el menor número posible de distracciones".


Recuerda la necesidad de mantenerse despierto y alerta durante la búsqueda de la patria perdida, de la felicidad, de la deseada reunión, del único bien deseable en esos tiempos, al que a falta de otro nombre, habían dado en llamar paz.


La peste es una crónica que comienza con la muerte de las ratas. "Los curiosos acontecimientos que constituyen el tema de esta crónica se produjeron en el año 194... en Orán". Y termina impactante, con un verdadero mensaje premonitorio. "Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa".



 
 
 

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