La memoria del cielo
- Ángela Fdez. de Diego
- 19 jul 2020
- 4 Min. de lectura
El cielo gira (2004, Mercedes Álvarez)
En esta historia la voz de quien la vive nos acompaña. Nos enfrentamos a un relato en el que la implicación es completa, en primera persona. Emprendemos en su inicio el regreso que ella realizó. Observamos el cielo, el campo, la cantera y unas huellas. El rastro de los dinosaurios y otra voz, esta vez sabemos que es de una señora conocedora desde siempre de aquellas marcas a las que nunca les habían otorgado demasiada importancia. Aquello ocurrió antes del diluvio, cuenta.
Es otoño. Conocemos el paisaje desde la casa en la que nació la voz de esta historia. Ese lugar era el mundo y todo lo demás ocurría tras aquella loma. Ha vuelto aquí, donde está enterrado su padre, a observar, a conocer, a retratar. Los campos, las huertas, la reunión del reducido vecindario en la plaza del pueblo. Hablan de la muerte. El último nacimiento del lugar fue el suyo.
La imagen que se presenta es la del silencio. La costumbre de unas vidas que siempre se han dedicado a lo mismo. Lo que hay allí son unos pocos vecinos muy mayores, encargados de unos cuantos rebaños de animales y rodeados de casas en su mayoría vacías. Destaca apartado del pueblo un gran palacio sobre el que sobrevuelan mil leyendas. Aquella construcción siempre había estado allí. Incluso antes de que el pueblo existiera.
Las cosas de los que ya no están se convierten en objetos de culto, visitas obligadas por las que se añoran tiempos pasados. Como ocurre con las ruinas, nos hacen ser conscientes de un pasado que simboliza un inevitable futuro siempre ligado a él. "Aquellos se fueron y otros vendrán después", escuchamos. Hay señores que piensan, quizá como consuelo, como un alivio hacia la trascendencia, que no estamos solos en el universo. También creen que, algún día, cualquiera podrá viajar a la luna. Ahí se representan los miles de años que se atraviesan entre el dolmen megalítico y la cabaña del pastor.
Comienzan unas obras, las palas abren zanjas en la tierra. Nieva. Unos vecinos enseñan unas fotos que nos permiten conocer la historia de un árbol: un olmo que, en mitad de la plaza, disfrutó de los años con más gentío del pueblo hasta que en los 80 llegó la peste de los olmos. Cuando sacaron de allí el árbol seco descubrieron huesos de gente, quizá enterrada hace medio siglo o quizá hace un poco menos. En el interior del palacio abandonado empiezan a verse luces. Pronto será un lujoso hotel. Las grúas invaden la colina. Construirán allí arriba un campo eólico.
En la radio anuncian los movimientos de tropas que preceden a la guerra de Irak. Las gentes del pueblo lo comentan en la plaza. "A destruir es a lo que van", lamentan. Convencidos de la participación de España en el conflicto, les resulta inevitable recordar la destrucción de la guerra que ellos sufrieron. Una guerra les lleva a hablar de otra.
En el cielo hubo señales, escuchamos. "Marcaban el rumbo de un país lejano cuyas ciudades esperaban tal vez a ser enterradas". La televisión anuncia una segunda oleada de bombas sobre Bagdad, un ataque americano. Mientras tanto en el pueblo el ataque es contra las piedras del antiguo palacio, que sufre una reforma que terminará por convertirle en un distinguido alojamiento. Los vecinos se preguntan si admitirán allí a los del pueblo. Preferirían una residencia a un hotel, allí ellos estarían mejor, con más derecho de estar que todos aquellos que vengan de fuera.
El olmo seco que antes presidía la plaza se expone ahora frente al palacio. En su tronco inerte podemos observar rostros que nos miran con seriedad. Una señora tiende la ropa, otra toca la campana, otras recogen agua en la fuente. El tiempo parece haberse detenido en este lugar. Entonces llega la realidad del mundo exterior en forma de coche electoral. Pierden el voto de quienes en ese momento estaban en misa, las que se quedaron sin caramelos.
La transformación se manifiesta en forma de eclipse, la sombra de la Tierra tapa la Luna. Un hombre corre, es atleta, decide parar a hablar con un pastor con el que se cruza habitualmente, hablan árabe. Los dos han llegado de lugares lejanos, cada uno representa una forma de cambio. Entablan una conversación que dura minutos y que tras terminar, cuando el hombre que corre se aleja, pasan mil años en los que caben la historia de la aldea con todas sus generaciones.
Ese tiempo transcurre también mientras un señor duerme plácidamente la siesta, en silencio. El perro duerme. Los gatos duermen. El lugar está dormido. Entonces llega otro coche, de otro partido, con otros carteles, otro discurso. Todos se despiertan. Y el coche se marcha enseguida.
Pasa el verano y con él el aire de la última generación. El recorrido ha sido plasmado por Pello Azketa en el que quizá sea su último trabajo. Es esta la historia del caminar de dos señores que hablan de su infancia y reflexionan sobre la vejez, sobre la vida y la muerte. "A mayor llegarás y de ahí no pasarás". Desde cierta distancia la voz inicial nos ha enseñado que en el cielo hay señales, y al igual que en la tierra, hay historias y hay memoria.

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