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  • Foto del escritorÁngela Fdez. de Diego

El oficio de escribir

Siento un enorme respeto por el oficio de escribir. Vuelco una quizás excesiva exigencia sobre cada una de las palabras que dibujo en el papel. Me proyecto en un futuro imaginario firmando una encuadernación que lleva mi nombre. No duro ni dos segundos. Mis defensas me paralizan el pensamiento antes de empezar a soñar.


Escribir, escribir, escribir. Nunca llegaré a alcanzar el resultado de los textos que más admiro. Y no son grandes clásicos ni míticas obras de la literatura universal. Solo algunas palabras, después de mucho tiempo unidas, me parecen bien encajadas. Es como si con el paso de los años se fuesen cogiendo cariño, almacenadas unas al lado de otras, unidas desde el principio para siempre. Cuando olvido que lo he escrito yo, las circunstancias o la inspiración. Me desconcierta. Me gusta. Casi me complace.


A quién le gustan sus textos. Cuánto amor propio se necesita para admirar lo que creas. No alcanzo a construir siquiera ese cariño. No, no, no. No me parece inverosímil escribir. Escribir bien. Complacer a otros. Que al menos alguien, en algún lugar, en algún momento, se sienta consolado por algunas de mis palabras. Qué egocéntrico pensamiento. Egoísta. Un reclamo de atención entre millones de conjuntos de palabras. Entre miles y miles de talentosos escribidores repartidos por el universo.


Diferentes lenguas y símbolos, mensajes y costumbres, tradiciones y medios. Como las canciones, las historias contadas siempre hablan de lo mismo. Todas hablan de mí. Todas reflejan las manos que las crea y recurren a temas nuestros. Las historias de todos. Al mismo sentimiento. Al amor, el propio y el ajeno, que es el que aúna todos los sentimientos. Todo lo justifica. La mediocridad. El narcisismo.


El deseo de colmar las propias esperanzas sobre uno mismo. El fracaso. Las preguntas interminables. Cuánto se puede escribir sobre escribir. El mismo soniquete. Escribir, escribir, escribir. Palabras de algún escritor detestable pero reconocido resonando en tu memoria. Porque hay que leer. Leer, leer, leer. Y hay que leer de todo. Y releer. Qué importa quién esté detrás de lo escrito.


Para quién escribo. Solo me convence el resultado cuendo el destino soy yo misma. Al vomitar las palabras para intentar sanarme. Como cura el agua salada. Como cura un buen libro.


La necesidad gana a la obsesión por tener que hacerlo. Necesito escribir. Necesito salvarme. Poder vivir de unir palabras y disfrutarlas hiladas por otros con una técnica mucho más perfeccionada. Vivir de ello. O al menos vivir para ello. Las palabras. En un idioma siempre desconocido que permite mil y una virguerías. Que frustra la ignorancia de cualquiera que pretenda dominarlo. Rico e infravalorado.


En un medio intangible que nos hace perder el entrenamiento de la escritura más pura. Que obliga a olvidar el rudimentario ejercicio de muñeca para el que nos preparan desde pequeños. Escribir, escribir, escribir. Coger bien el lápiz. Practicar la buena letra. Leer, leer, leer. Lección aprendida. Debo seguir aprendiendo.


Sin atrevimiento, seguramente con ignorancia. Creo que nunca podré escribir, escribir, escribir. Que nunca tendré el tiempo suficiente para que las palabras se cojan el cariño que necesitan para asentarse juntas y complacer. Con placer. Sobrevivir para vivirlo. Seguir escribiendo. Seguir leyendo. Seguir luchando.


Siento un enorme respeto por el oficio de escribir.




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