Atrapados en La Zona
- Ángela Fdez. de Diego
- 25 ago 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 25 oct 2020
El pasado octubre se produjo un aumento en el número de visualizaciones de la película Stalker (1979), de Andréi Tarkovski (todas ellas visualizaciones de alumnos de un máster interminable). Diez meses después, la sensación de habernos adentrado por completo en La Zona y ser ahora incapaces de salir nos invade a muchos.
A través de una puerta o de una ventana, cruzando un umbral o dentro de una habitación, observamos a los personajes, siempre enmarcados en la imagen en la que el objetivo fija realmente su atención. El tiempo diegético parece equipararse a la realidad, los planos se alargan infinitamente, las acciones se extienden... todo parece efímero y eterno a la vez. Es la fragilidad del instante y la calma de la trascedencia.
En el viaje hacia La Zona casi todo lo verdaderamente importante ocurre fuera de campo, los diálogos son voces en off de personajes a los que no vemos, relatos en sueños o palabras que se refieren a espacios y objetos de los que solo conocemos el nombre. No sabemos qué es exactamente La Zona, dónde se encuentra o qué la delimita. La expectación y el nerviosismo de quien ansía descubrirla la recubre. Tampoco sabemos dónde se encuentra La Habitación o qué hay en ella, ni siquiera si se trata realmente de un lugar físico. Hay una mística alrededor de este relato similar a la que recubre a El Aleph de Borges. Inmensamente deseado, completamente inalcanzable.
Todos los símbolos son invisibles en Stalker. La Zona no cobra forma, no dispone de representación alguna, simplemente se descubren sus misterios como los de una entidad casi sagrada con poderes sobrenaturales. Muchas de sus señas de identidad se ponen de manifiesto por su sonido, como el traqueteo de ese tren invisible que imaginamos sobre unas vías desiertas.
El agua, que está presente en toda la película en todas sus formas, se presenta como la lluvia sobre los charcos, las cascadas, los ríos, los lagos helados, los pozos abismales... Bajo el agua hay mucha significación, es el elemento que actúa de transición entre uno y otro mundo, al igual que el color sepia que invade la pantalla discretamente cuando la narración se aleja de La Zona.
Los tres personajes, completamente opuestos entre sí, representan al científico, al escritor y al creyente hombre humilde. Todos tienen en común la necesidad de emprender este viaje en busca del sentido de la vida, de sus propias vidas, en busca de la realidad interior y quizá también exterior a la que se refieren constantemente.
Tarkovski accede a las emociones más íntimas generando una dualidad entre el mundo interior (y verdadero) y el mundo exterior. Parece poder transmitir así la misma atracción que, sabemos desde un principio, siente el protagonista hacia ese extraño lugar tan cercano y a la vez tan alejado de una vida normal.
Y ese misterio e incertidumbre sobre lo que encontraremos ante nosotros en el futuro más inmediato e inimaginable de nuestras vidas es lo que ahora nos invade. La Zona parece alcanzarnos cuando hemos perdido por completo la percepción de una vida normal, cuando evocamos la normalidad como aquel extraño lujo del que disfrutábamos inconscientemente, sin ni siquiera una mínima idea sobre su posible final.
Atrapados en La Zona sin saber cómo ni cuándo podremos salir, salvaremos el mundo interior gracias a las respuestas que nos brinda, en este caso, el cine. La salvación del exterior no está aún aclarada pero una heroicidad es el comienzo de la siguiente. Mientras tanto el tiempo, efímero y eterno, sigue pasando con su mística y sus particulares señas de identidad.
Y como punto final, esa niña que parece saber lo que mueve el mundo, controlar el deseo de exploración, descubrimiento y conquista imparable del ser humano, conocer mejor que nadie todo ese cúmulo de sentimientos encontrados. Parece poseer todas las respuestas en su mirada, que espera paciente a un desenlace terrible, al derribo, a la caída, a la destrucción. Ella, que sabe más, conoce bien La Zona.

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